Me he mudado tantas veces que podría dar seminarios en logística de cajas o en técnicas de optimización en el uso de cinta adhesiva. Considero las mudanzas una especie de corte en la vida de quién se muda. No un corte de las cosas que se rompen cuando se empacan para el viaje sino, un corte con el pasado, con esa vida de nosotros que ya no será. Cada una de mis mudanzas, cometo el mismo error: cargar con todos los libros que puedo, como negándome a que ya no me acompañen en mi nueva aventura, como si en el nuevo destino no existieran librerías.
Esta costumbre me ha costado cantidades absurdas de dinero, especialmente cuando, decidí traer mis libros de México a Pittsburgh como parte de una mudanza internacional que yo mismo pagué. El costo de transportarlos fue tal vez diez órdenes de magnitud mayor que el valor de todos los libros nuevos adquiridos en Pensilvania, y quizás de pasta dura.
En fin, tengo una manía difícil de explicar con mis libros. Especialmente con los que he leído, por alguna razón que no puedo verbalizar, siento un vínculo. Es como si tuviera una deuda moral de recordar su contenido, una promesa silenciosa de mi memoria, que, por cierto, tiene un historial impecable de olvidar todo lo importante.
Pero bueno, no escribo esto para hacer terapia sobre mis problemas de desapego. Escribo porque hoy, mientras limpiaba uno de los libreros de mi casa, noté polvo en la superficie de uno de los libros que traje de México: Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño. Como pretexto de limpiarlo correctamente, lo saqué del librero y empecé a releerlo, confirmando mi temor de no recordar nada de su contenido, como si lo leyera por primera vez. Llegué hasta la segunda historia, titulada Enrique Martín. La lectura me dejó helado.
En las notas que puse en el libro, sé que lo leí por primera vez en un autobús del Tec de Monterrey, en uno de los viajes al norte de México para un partido de baloncesto tal vez a principios del año 2002. Anoté una conversación que tuve con mi amigo Marco Vinicio e incluso su correo electrónico de Hotmail al final del libro. Pero no dejé ninguna impresión sobre Enrique Martín. Nada. Me llena de incredulidad pensar que mi yo de hace 23 años no entendió bien el cuento de Bolaño, que, por cierto, en aquel entonces no hacía mucho que lo había escrito.
La frase que me pareció más contundente del cuento está al principio...
«Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.»
Esta idea, que huele un poco a lugar común, no la presenta Bolaño como una revelación bondadosa para el lector, no. La literatura, en específico la poesía, no se entiende en el cuento como un regalo de nuestros ancestros para comunicar sentimientos ni como una maldición al estilo de muchos relatos anglosajones, como los de H. P. Lovecraft. La literatura denunciada por Bolaño es, simplemente, una enfermedad.
El final de la frase que he compartido del cuento declara con solemnidad hacia dónde se conducen los poetas. El relato no es muy largo, y no quiero arruinar la oportunidad de que lo leas por tu cuenta, así que me voy a ahorrar resúmenes imbéciles que muchas veces resultan inaguantablemente arrogantes (como diría Arturo Belano).
Lo que hay que saber es que Enrique Martín, protagonista del cuento y amigo de Arturo Belano, el narrador, se suicida. La tenacidad de Enrique Martín por la poesía, a la postre, nos genera a todos los que padecemos la misma enfermedad una empatía inexplicable.
En palabras de Bolaño, el poeta que no sabe escribir poesía está «aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar».
Casi 23 años después, sabiendo que ya no puedo considerarme un poeta joven, me he convertido en esa puta vieja que admira la obstinación de cualquier valiente que se atreve a confesar su enfermedad por la poesía.