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Sunday, March 30, 2025

Enrique Martin y la enfermedad del poeta

Me he mudado tantas veces que podría dar seminarios en logística de cajas o en técnicas de optimización en el uso de cinta adhesiva. Considero las mudanzas una especie de corte en la vida de quién se muda. No un corte de las cosas que se rompen cuando se empacan para el viaje sino, un corte con el pasado, con esa vida de nosotros que ya no será. Cada una de mis mudanzas, cometo el mismo error: cargar con todos los libros que puedo, como negándome a que ya no me acompañen en mi nueva aventura, como si en el nuevo destino no existieran librerías. 

Esta costumbre me ha costado cantidades absurdas de dinero, especialmente cuando, decidí traer mis libros de México a Pittsburgh como parte de una mudanza internacional que yo mismo pagué. El costo de transportarlos fue tal vez diez órdenes de magnitud mayor que el valor de todos los libros nuevos adquiridos en Pensilvania, y quizás de pasta dura.

En fin, tengo una manía difícil de explicar con mis libros. Especialmente con los que he leído, por alguna razón que no puedo verbalizar, siento un vínculo. Es como si tuviera una deuda moral de recordar su contenido, una promesa silenciosa de mi memoria, que, por cierto, tiene un historial impecable de olvidar todo lo importante.


Pero bueno, no escribo esto para hacer terapia sobre mis problemas de desapego. Escribo porque hoy, mientras limpiaba uno de los libreros de mi casa, noté polvo en la superficie de uno de los libros que traje de México: Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño. Como pretexto de limpiarlo correctamente, lo saqué del librero y empecé a releerlo, confirmando mi temor de no recordar nada de su contenido, como si lo leyera por primera vez. Llegué hasta la segunda historia, titulada Enrique Martín. La lectura me dejó helado.

En las notas que puse en el libro, sé que lo leí por primera vez en un autobús del Tec de Monterrey, en uno de los viajes al norte de México para un partido de baloncesto tal vez a principios del año 2002. Anoté una conversación que tuve con mi amigo Marco Vinicio e incluso su correo electrónico de Hotmail al final del libro. Pero no dejé ninguna impresión sobre Enrique Martín. Nada. Me llena de incredulidad pensar que mi yo de hace 23 años no entendió bien el cuento de Bolaño, que, por cierto, en aquel entonces no hacía mucho que lo había escrito.

La frase que me pareció más contundente del cuento está al principio...


«Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.»


Esta idea, que huele un poco a lugar común, no la presenta Bolaño como una revelación bondadosa para el lector, no. La literatura, en específico la poesía, no se entiende en el cuento como un regalo de nuestros ancestros para comunicar sentimientos ni como una maldición al estilo de muchos relatos anglosajones, como los de H. P. Lovecraft. La literatura denunciada por Bolaño es, simplemente, una enfermedad.

El final de la frase que he compartido del cuento declara con solemnidad hacia dónde se conducen los poetas. El relato no es muy largo, y no quiero arruinar la oportunidad de que lo leas por tu cuenta, así que me voy a ahorrar resúmenes imbéciles que muchas veces resultan inaguantablemente arrogantes (como diría Arturo Belano).

Lo que hay que saber es que Enrique Martín, protagonista del cuento y amigo de Arturo Belano, el narrador, se suicida. La tenacidad de Enrique Martín por la poesía, a la postre, nos genera a todos los que padecemos la misma enfermedad una empatía inexplicable.

En palabras de Bolaño, el poeta que no sabe escribir poesía está «aureolado por una cierta santidad literaria que sólo los poetas jóvenes y las putas viejas saben apreciar».

Casi 23 años después, sabiendo que ya no puedo considerarme un poeta joven, me he convertido en esa puta vieja que admira la obstinación de cualquier valiente que se atreve a confesar su enfermedad por la poesía.



Saturday, September 21, 2024

Mi vida con la ola



Inspirado por el cuento de Octavio Paz, hice una interpretación gráfica de mi impresión.


 

Tuesday, September 3, 2024

Alloparenting

 Ahora que algunos de nosotros estamos llegando al final de nuestra vida reproductiva (no hablo de ti, espérate), se me hace buen momento para hablar un poco del acto de cuidar/criar niños ajenos.
Hace unos días, viendo una serie de televisión con amigos se inició una discusión después de que en la serie que estábamos viendo el personaje principal, un marinero que tiene que trabajar largos periodos de tiempo sin poder ver a su familia, al regresar de altamar se entera que su esposa está embarazada de otro hombre. Esta situación lejana para la mayoría de los que expresaron su opinión, se convirtió en una discusión acalorada donde se presumieron ideologías y se abrió una ventana, creo yo, para entendernos mejor como grupo.
En la serie, el marinero, después de explotar y enojarse con su esposa por lo sucedido, termina ayudándola en el parto (el bebé hubiera muerto sin la intervención del marinero) y enamorándose del bebé ajeno al punto de adoptarlo tras confirmar que el padre biológico no va a hacerse responsable de su hijo. La experiencia me dejó una gran impresión y empujó esta publicación.
Después de la discusión pude encontrar el trabajo de algunos antropólogos como Nikhil Chaudhary y Sarah Blaffer Hrdy quienes han investigado el comportamiento de grupos indígenas nómadas para entender cuánto apoyo reciben las mamás de esas comunidades después de dar a luz. Uno de los estudios (https://royalsocietypublishing.org/.../10.../rstb.2020.0026) cuantificó la crianza ajena o “alloparenting” en los niños del grupo indígena Agta de las Filipinas desde su nacimiento hasta la edad de seis años. El estudio concluye que la flexibilidad para la crianza de niños es y ha sido un factor clave en nuestra evolución y supervivencia, no solo del grupo Agta, sino de los seres humanos como especie. La investigadora Emily Emmott afirma que la investigación sugiere que, en general, los seres humanos estamos sicológicamente adaptados para criar niños de manera cooperativa y no en aislamiento.
¿Qué tienen de interesante estos resultados?
Resalta la expectativa de que una madre provea todos los cuidados y las atenciones a sus hijos únicamente con ayuda de su pareja o sola. Es decir, se hace notar lo incompatible que es la forma en que evolucionamos como especie en donde la crianza de los niños es una responsabilidad compartida entre varias personas y la forma en que actualmente se espera que las mujeres lo hagan prácticamente sin ayuda.
Me pregunto si esta incompatibilidad tal vez es la razón de que en México y los Estados Unidos de América sea tan recurrente que las madres sufran depresión postparto.
¿Qué tiene que ver el que estemos dispuestos a criar o ayudar en la crianza de hijos ajenos con nuestra supervivencia como grupo?
Somos la especie con el cerebro que tarda más en madurar del planeta. Como bebés y niños somos completamente dependientes de otros para sobrevivir. Como infantes, requerimos ser alimentados, cuidados, protegidos, y educados. Ninguna otra especie en el planeta requiere tantos cuidados como los que tenemos que recibir y darles a nuestros hijos/niños.
Las ballenas, al igual que los humanos, tiene una capacidad mental impresionante producto de un cerebro con neocórtex desarrollado. El neocórtex es la parte del cerebro responsable de las funciones mentales más sofisticadas. Las ballenas y los delfines exhiben capacidades cognitivas similares a las de los seres humanos y, al igual que nosotros, asumen la crianza de sus crías como una responsabilidad de grupo, no individual o exclusiva de pareja.
En lo personal, sé que no estaría aquí sin la intervención/ayuda de la gente ajena a mi familia que ayudó en mi crianza.
¿Por qué no en lugar de normalizar cosas como el uso de pronombres neutrales, reconocemos lo necesario que es estar abiertos a ayudar/criar niños de otras personas?



Saturday, January 20, 2024

Sobre el origen de la palabra "científico"

Trabajo en el laboratorio de física aplicada de una universidad, a mis compañeros de trabajo suelen llamarlos científicos. Aunque mi formación es como ingeniero y estoy terminando un doctorado, a veces soy confundido/clasificado en el mismo grupo que mis colegas. Regularmente este término tiene connotaciones positivas, sin embargo, he notado que muchas veces se usa el término incorrectamente y que el concepto que tenemos de ciencia tiene una frontera que no se aburre de cambiar.  No pretendo escribir aquí una definición de la palabra ciencia o del adjetivo/sustantivo “científico” que puedes leer en Wikipedia, no, no te vayas. Escribo estas líneas porque hace poco me tropecé con el origen de la palabra científico y me ha parecido lo suficientemente interesante como para compartirlo.

¿Quién inventó el término científico?

La respuesta corta es William Whewell, profesor de la Universidad de Cambridge en Inglaterra. La parte interesante del origen o adopción de está palabra es que, según cuenta la leyenda, Whewell sugirió el uso de la palabra “científico” después de ser retado por el poeta (y uno de mis olvidados favoritos) Samuel Taylor Coleridge. A pesar de ser un extraordinario poeta, crítico literario, filósofo e intelectual religioso ocupa un minúsculo rincón en la historia, rincón que corre peligro de desaparecer de la memoria colectiva. La razón detrás del escaso reconocimiento a la obra de Coleridge es evidente, era un drogadicto. Aunque nadie puede negarle ser el padre del género romántico inglés, la sociedad se ha negado a reconocer el poder de su influencia en otros ámbitos que han esculpido nuestra tan presumida modernidad. Algunos de sus múltiples retractores opinan que el opio era el escritor y Coleridge un medio interesante pero casual. 

Regresando a nuestra historia sobre el origen de la palabra científico, se cuenta que Coleridge se metió a una junta de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia en Cambridge, Inglaterra, para exigir que a los hombres dedicados a la ciencia no se les denominara filósofos. Es buen momento para recordar que incluso ahora, el título doctoral tradicional se abrevia PhD. PhD. es la abreviación de “philosophiae doctor” o doctor en filosofía. Coleridge llegó en muy mala salud, viejo y casi arrastrándose a la junta empujado por la necesidad defender una noción lingüística que consideraba esencial, lo que significa ser filósofo. 

Stuart Firestein, profesor de la Universidad de Columbia, describe este momento magníficamente:

“Coleridge, old and frail, had dragged himself to Cambridge and was determined to make his point. He stood and insisted that men of science in the modern day should not be referred to as philosophers, since they were typically digging, observing, mixing, or electrifying – that is, they were empirical men of experimentation and not philosophers of ideas”

Para Coleridge, ciencia era una labor cotidiana mientras que la filosofía era una actividad intelectual más elevada. El tumulto ocasionado por Coleridge en la junta fue tremendo y fue el momento que aprovechó Whewell para sugerir la palabra científico para definir a una persona que realiza actividades científicas análoga a la palabra artista para entender la relación de una persona con el arte. Eso calmó a la multitud y el resto es historia. Considerando que todo esto que describo sucedió en el año 1833, Firestein asegura que eso significa que Charles Darwin salió en el barco Beagle (1831) como un filósofo de la naturaleza y regresó como científico.

Cierro con una frase de Samuel Taylor Coleridge

“The first man of science was he who looked into a thing, not to learn whether it furnished him with food, or shelter, or weapons, or tools, armaments, or playwiths but who sought to know it for the gratification of knowing”


Credito imagen: Naki Narh, https://www.nakinarh.com/

Sunday, January 7, 2024

Sobre la naturaleza de los sueños - Primera parte

 ¿Qué hacer si alguien te dice que soñó contigo

Seguro te ha pasado. A tus tantos años, ahora que hueles a fruta madura, tal vez para acabar un silencio posterior a una de esas pláticas robóticas con alguien de tu pasado a quien le quisieras decir algo más interesante que tu impresión del último restorán al que fuiste, en vez de darle noticias sobre tu trabajo, tu salud o hablar del paradero de tu familia o amigos en común.
¿Quién es capaz de escuchar esta confesión y no contestar casi reflexivamente… qué soñaste?
En el contexto que describí, la confesión está cargada de una tensión sexual obvia.
Aclaro que estas ideas no solo son para estos casos. Creo que saberse protagonista en el sueño de alguien, sin importar quién te sueñe, suele ser germen de interés en cualquier conversación y en las circunstancias correctas, puede incitar en el soñado una curiosidad intensa por desenmarañar su significado.
Estas líneas que siguen las escribo (presente porque pienso editarlas) para los despiertos, para quienes quieren entender qué significan los sueños y qué relación tienen con lo que estamos viviendo, nada más. Enfáticamente declaro, robándome palabras del maestro Hugo Hiriart, “yo mismo que lo escribí no soy especialista ni experto en nada ni sé más que tú de nada”. Me atrevo a aventar la primera frase de muchas de uno de mis ídolos literarios porque coincidentemente, Hiriart también ha tenido una obsesión exquisita por entender los sueños. Gracias a sus excelentes exploraciones escritas en su libro Sobre la naturaleza de los sueños, he podido encontrar un punto de partida para esta humilde aportación sobre el tan despreciado y pisoteado tema de los sueños.
¿Cómo saber si el sueño que te contaron sucedió, que no es un cuento para disfrazar lo que esa persona no te puede decir que piensa en su vigilia sobre ti?
Contestar esto es muy difícil (pero no imposible). Un sueño no es algo que se construya, es algo infinitamente personal y juzgar el sueño de alguien sin el rigor adecuado puede ser ignorante y riesgoso. Hiriart prueba esta proposición cuando asegura que un sueño no tiene una mirada sinóptica. ¿Qué es una mirada sinóptica?
Es nuestra capacidad natural como seres humanos a unir el principio y el fin en una historia, de utilizar nuestra memoria inmediata para conferir provisionalidad a una idea o imagen en espera de que el final revele su sentido. Como cuando intentamos contar un chiste y decimos:
“Llega una señora muy gorda a un bar…”
Si alguien te interrumpe preguntando “¿Cómo se llama la señora gorda?” o “¿Dónde está ubicado el bar?”, le decimos, creo, “espérate, eso no importa”. Si la persona insiste, habría que repetirle el significado de conferir provisionalidad (que escribí arriba) en espera de un final revelador, a enseñarle a mirar sinópticamente lo que se está diciendo.
El final de la mayoría de los cuentos y chistes populares articula la interpretación de la información dada en cada uno de sus episodios o detalles. Un sueño, en cambio, es infinito, su naturaleza es incompatible con la síntesis.
La mirada sinóptica que denunció Hugo Hiriart es el producto de nuestro algoritmo interno encargado de ordenar el mundo dentro de nuestra cabeza. Emerge en el consciente y está a nuestra disposición. Un sueño (los de a de veras) no tiene tiempo. Sin tiempo, la idea representada para el que sueña muestra su estructura, su forma. ¿Por qué no se pueden resumir los sueños?
Porque ya son una especie de resumen, ya exhiben su forma y no pueden apretarse, encapsularse de ninguna manera. En cada instante del sueño está todo el sueño, todo es igualmente importante, todo está dado en cada momento y es irreductible.
“Los sueños son como un presente que se desplaza, que crece” (Hugo Hiriart)
Si quien presume soñarte puede resumir un sueño otorgándole provisionalidad a los detalles, no te soñó.
Tengo mucho más que decir acerca de los sueños, hoy termino con un pedazo del poema “Alguien Sueña” de Jorge Luis Borges
“¿Qué habrá soñado el Tiempo hasta ahora, que es, como todos los ahoras, el ápice? Ha soñado la espada, cuyo mejor lugar es el verso. Ha soñado y labrado la sentencia, que puede simular la sabiduría…Ha soñado que Alguien lo sueña”



Friday, August 11, 2023

La lotería de Borges y los algoritmos modernos

 


"Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo"
-Jorge Luis Borges, La Lotería de Babilonia



Nota: Crédito imagen Beti Alonso

¿Qué es la lotería de Babilonia?

Todo y nada. Borges se burla del hombre común cuando denuncia la lotería de Babilonia. En la historia, el narrador describe cómo la lotería pasó de ser un sorteo en el que los participantes compraban boletos con monedas de cobre (por la oportunidad de ganar monedas de plata) a un proceso todo poderoso que controlaba la vida de todos los babilonios. Al principio, la lotería se consideraba solo un juego de carácter plebeyo. Borges argumenta que la lotería original fracasó porque su virtud moral era nula. No se dirigía a todas las facultades del hombre: únicamente a su esperanza. La historia hace sentir al lector que se está leyendo la transcripción de una conversación entre pasajeros que están a punto de abordar un barco en algún puerto del Mediterráneo.
En la conversación, el narrador describe a detalle el proceso que permitió la transformación de la lotería en un proceso omnipotente y con facultades de Estado. Según la narración, "alguien ensayó una reforma: la interpolación de unas pocas suertes adversas en el censo de números favorables". Mediante la reforma, los participantes corrían el doble albur de ganar una suma y pagar una multa a veces cuantiosa. Ese leve peligro despertó, el interés del público. Borges justifica la adopción inicial de la lotería entre babilonios como el resultado de simple presión social: “El que no adquiría suertes era considerado un pusilánime, un apocado”.

La lotería terminó por convertirse en la explicación de todo lo que acontecía en Babilonia. Aspectos de la vida que parecían resultado del azar eran justificados creativamente como consecuencia de la lotería. Borges describe éste extraordinario proceso de emancipación detallando el carácter de los babilonios, “El babilonio es poco especulativo. Acata los dictámentes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas…”

La historia fue publicada en 1941 en la revista literaria argentina, Sur. Mientras Borges escribía esta historia, Alan Turing estaba trabajando secretamente en el laboratorio de Bletchley Park decodificando mensajes del ejército Nazi en la segunda guerra mundial. Turing tardaría dos años más para finalmente construir el primer sistema electromecánico que ahora llamamos computadora. Mi compañera del MIT Catherine Krumme (a.k.a. Coco Krumme), interpreta la historia de Borges como la usurpación del azar programático o lo que conocemos como “algoritmos”.

Según Krumme, al igual que los babilonios de Borges, nosotros vivimos el efecto de estos algoritmos. 

“They amplify our product choices and news recommendations; they're embedded in our financial markets. While we may not have direct experience building algorithms or for that matter understand their reach—just as the Babylonians never saw the Company—we believe them to be all-encompassing”

Según Krumme, algoritmos como reglas de cómputo no son nada nuevo. Lo que es nuevo es su alcance. 
Krumme nota que, al igual que la lotería de Babilonia, los algoritmos modernos son altamente complejos y se han transformado de determinísticos a probabilísticos. 

“Similarly, our algorithms have evolved from deterministic to probabilistic, broadening in scope and incorporating randomness and noisy social signals. A probabilistic computation feels somehow mightier than a deterministic one; we can know it in expectation but not exactly”

 El artículo de Krumme destaca cómo al principio de la historia de Borges la mayoría de los babilonios entendía las reglas de la lotería hasta que, con el tiempo, muy pocas personas fueron capaces de entender su funcionamiento. Finalmente, menciona cómo los babilonios negaron la usurpación inicial de la lotería en sus vidas al igual que muchos de nosotros ignoramos el impacto de la instalación de estos algoritmos modernos en aplicaciones que rigen nuestra vida cotidiana.

Su preocupación principal es que los algoritmos modernos (olvídese el lector de algoritmos primitivos de ordenamiento de datos como “bubble sort”) no son neutrales y que, en muchos casos, están codificando los prejuicios de sus programadores o de la población utilizada para generar los datos que los crearon. 
¿Será que Borges no imaginó con su historia nuestra subordinación tecnológica actual sino que atrapó todos los ingredientes de nuestra naturaleza humana para generarla?
Cierro la publicación con mi frase favorita de la lotería de Babilonia:

“He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre”